Estoy leyendo la Memoria contra la religión del sacerdote francés a caballo entre los siglos XVII y XVIII Jean Meslier.
Durante casi toda su vida fue el párroco de dos pintorescos pueblecitos de la Champaña, Étrépigny y Balavies. Vivió como un pobre y cada moneda de más que poseía la entregaba a los pobres. A su muerte se encontró ese manuscrito de 633 páginas, que se convirtió en una obra de referencia entre los ilustrados. Merece la pena detenerse en su lectura.
Sin embargo, traigo a colación a Meslier no como el ácido y original crítico de la religión que fue, sino por unos párrafos que aparecen en el Prólogo de este libro, su testamento filosófico. Párrafos que, aunque escritos en la década del 1720, no han perdido ni un ápice de su actualidad, y más con estos tiempos que corren. Lean y disfruten de este crítico de la desigualdad y defensor de la justicia social:
Cuanto más he crecido en edad y conocimiento, más he podido percatarme de la vanidad de las supersticiones que los aherrojan y de las injusticias en que incurren los malos gobiernos.
De tal manera, que todos estos taimados políticos han abusado de la debilidad, la credulidad y la ignorancia de los más débiles y los menos despiertos para hacerles creer lo que han querido. Luego les han obligado a recibir con respeto y sumisión, de grado o por fuerza, todas las leyes que les ha dado la gana.
Otros se han hecho ricos, poderosos y temibles en el mundo, y habiéndose vuelto, gracias a todo tipo de artimañanas, lo bastante ricos y poderosos y lo bastante venerables o intimadores como para que todo el mundo los temiese y obedeciese, han conseguido sojuzgarlo bajo sus leyes.
Ahí está el origen y la fuente de los rimbombantes títulos de señor, príncipe, rey, monarca y potentado, de los que se sirven generosamente para oprimiros como tiranos aduciendo que lo hacen por el bien y el interés públicos.
A todo esto hay que añadir que los soberanos no pueden por sí solos mantener el Estado […] ni tampoco pueden gobernar por sí solos sus reinos e imperios, lo que les lleva a multiplicar el número de oficiales, intendentes, virreyes, gobernadores y muchísimas otras personas a las que pagan generosamente, eso sí, a expensas de sus súbditos, para que velen por sus intereses, mantengan su autoridad y hagan que se cumpla su voluntad en todas partes. Consiguiendo con ello que a nadie se le ocurra resistirse ni enfrentarse abiertamente a una autoridad tan absoluta, pues se expondría al peligro manifiesto de perderse.
Añadid a esto las miras y deseos particulares de quienes detentan cargos grandes, medianos y pequeños, sea en el estado civil o en el eclesiástico, así como los de quienes aspiran a tenerlos. Entre ellos no hay nadie que no piense en su propio beneficio y en las ventajas que puede obtener, antes que en el interés público. No hay nadie qe no haya aceptado su cargo si no es por interés o por miras puramente egoístas y venales. Desde luego, no serán quienes ambicionan cargos los que se opongan al orgullo, la ambición o la tiranía del príncipe que desea someterlos a sus leyes.
No serán los ricos avarientos quienes se opongan a las injusticias del príncipe ni quienes censuren públicamente los errores y engaños de una religión falsa porque, con mucha frecuencia, poseen empleos muy lucrativos en el Estado o han conseguido cargos beneficiosos dentro de la Iglesia gracias al propio príncipe. Lejos de esto, se aplicarán más a amasar riquezas y tesoros que a destruir unos errores y unos engaños públicos de los que obtienen tan pingües ganancias.
De ahí que no haya nadie que pueda, desee o se atreva siquiera a oponerse a la tiranía de los poderosos de la Tierra, por lo que no hay que extrañarse de que estos vicios reinen con tanta fuerza ni de que se hallen tan universalmente extendidos.
La traducción de estas palabras al mundo actual es obvia y directa. Tanto entonces como ahora, «nihil novi sub sole«.
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