Feeds:
Entradas
Comentarios

Nuestro planeta está vestido con una tupida rejilla de energía cósmico-telúrica, algo así como una mosquitera planetaria cuyas paredes tienen un grosor de 20 cm y están separadas 2 metros en dirección norte-sur y 2,5 de este a oeste. Es llamada red de Hartmann en honor del peculiar médico alemán que la «descubrió» en la primera mitad del siglo XX, aunque uno de los primeros en postularla fue un médico y radiestesista francés llamado Peyré. En 1937 dijo que existía «una radiación norte-sur, aparentemente magnética, y una radiación este-oeste, perpendicular a la primera y de apariencia eléctrica». Se nota que este buen hombre sabía tanta física como los de Mujeres y Hombres y Viceversa.

Hartmann fue el primero en demostrar su influencia perniciosa sobre nuestra salud midiendo las diferencias de resistencia cutánea corporal en 150.000 sujetos que permanecieron 30 minutos sobre una «zona alterada telúricamente». Especialmente peligrosos para nuestra salud son los puntos de cruce de la rejilla: nos dejan con las defensas tan bajas que no nos las sube ni el Actimel. Eso sí, a las hormigas les vienen de perlas mientras que los árboles tratarán de alejarse de ellos, por eso vemos que algunos crecen torcidos… Si quiere saber dónde están las líneas Hartmann en su casa llénela de macetas con perejil, que es muy sensible a esta chorriretícula.

Demos gracias a que vivimos en latitudes medias, porque los pobres esquimales lo tienen que pasar muy mal: como la Tierra no es plana la rejilla se va estrechando a medida que nos acercamos a los polos. ¡No hay escape a las malvadas líneas Hartmann en los círculos polares!

Y no le pregunten a ningún geólogo o geofísico por esta red: los muy necios no la conocen porque sus aparatos son incapaces de detectarla. Hay que hacer como Hartmann; use un péndulo. Usted píllele el tranquillo, léase cuatro libros y se habrá convertido en «geobiólogo«. Un título que le servirá para reorientar los muebles de la casa, la cama… y el dinero de los incautos que se crean esta bobada.

Hoy ha muerto un amigo muy querido.
Lo conocí hace bastantes años, cuando era responsable, entre otras cosas, de los ciclos de conferencias de la Obra Social de Ibercaja. Su hígado, que llevaba fallándole varios meses, al final dejó de funcionar.

Nunca hay un buen día para morir, pero me alegro que haya sucedido precisamente hoy, este 18 de abril, Viernes Santo. Cristiano convencido y comprometido, con una honestidad intelectual a prueba de bombas, poeta de reconocido prestigio, ingeniero industrial… todo eso palidece ante lo que realmente fue: un maravilloso ser humano.
Hace unos meses, cuando murió mi padre, me escribió un correo con motivo del texto que publiqué en este blog; fue el último de tono íntimo y personal que intercambiamos. Creo que las líneas que reproduzco de aquel mensaje dicen mucho de mi amigo.

Querido Miguel Angel:
Tu crudo relato me ha impresionado mucho, aunque como dices en una ciudad hubiera sido peor, ¡qué suerte morir en un pueblo castellano! Cómo se han cargado el rito de morir y enterrar, todo de tapadillo, con la colaboración del clero. No sé si se acepta mejor una muerte que se ve llegar a una súbita.
Seremos accidentales pero no superfluos, como dices; la prueba es que tú estás en la vida, sin embargo es cierto que parece que haya vidas que no se sepa para qué se han vivido. En el cementerio hay muchas historias encerradas en nichos o tumbas, a veces trato de imaginarlas, bueno cada vez menos pues ahora las historias personales están dispersas en la atmósfera, una forma rápida de quitarse al difunto de en medio y, de paso, su recuerdo.
Me gustaría hablar sobre esas sugerentes reflexiones que te haces, pero que sepas que tus dos últimas líneas te ‘traicionan’: estás más cerca de la trascendencia de lo que puede parecer.
Un fuerte abrazo,
José María
PD: Aunque hice intención de ir a ‘Encuentros con la Ciencia’ del pasado mes y a tu acto del lunes 30, no me atreví pues estoy convaleciente de una operación, y aunque trato de hacer vida normal, me canso mucho, y según a qué sitios no me dejan ir solo. Ya ves, pude palmarla, sí, pero tú crees que he sido un ser superfluo: en la memoria perdida de los tiempos siempre habrá unas briquetas que construyeron algo.

Mi querido José María, sabes que no comparto tu fe y aunque sigo pensando que el ser humano es superfluo para el universo, pues seguiría existiendo estuviéramos o no y realmente no importa nada que estemos aquí para justificar su existencia, no tengo duda alguna de que no has sido superfluo para los que te han conocido. Para mí has sido, como poco, fuente de inspiración, referente moral y un gran amigo.

Mientras escribo estas líneas desde Salamanca, viendo cómo el campo charro se llena de flores (¡y de insectos!) reiniciando una vez más el ciclo de la vida, mientras la vieja iglesia de mi pueblo muestra un altar con el Sagrario abierto recordándonos la muerte de quien para los cristianos (como tú, Jose María) es nuestro redentor, mientras el Sol luce en un cielo limpio y sin nubes, lo único cierto que siento es que hoy se ha ido una de las personas más nobles, bondadosas y honestas que he conocido.

Este Viernes Santo, para mí, el mundo ha perdido algo más de sentido.

Adiós, querido amigo.

Blasfemar

Estos días he vuelto a ver la divertidísima película La vida de Brian de los inclasificables Monty Python. Estrenada en 1979, fue prohibida en Noruega e Irlanda y tuvo graves problemas en Estados Unidos y Gran Bretaña. La película pudo realizarse gracias al ex-beatle George Harrison, que hipotecó su casa y un estudio de grabación. Curiosamente, muchos de los ofendidos que se manifestaron contra ella se comportaron prácticamente igual que sus alter ego en la propia cinta.

Escena de la lapidación en La vida de Brian

Poco ha cambiado el mundo desde entonces. En 2006 Rachel Bevilacqua perdía la custodia de su hijo porque un juez de distrito de Georgia consideró ofensiva su pertenencia a la Iglesia de los Subgenios, una parodia de religiones modernas como la cientología. La embajadora de Pakistán en Estados Unidos ha sido acusada de blasfema en su país por pedir modificar la ley de la blasfemia, que ha condenado a muerte a la cristiana Asia Bibi al no querer renegar de su fe.

El escarnio de la religión, versión secularizada de la blasfemia, está penado en casi todos los países de la Unión Europea. En 2012 en España, el Centro Jurídico Tomás Moro -adalid de las causas por blasfemia en nuestro país- llevó a los tribunales al cantante Javier Krahe por un vídeo casero que realizó en 1977 y que fue emitido en un documental sobre su vida. Ese mismo año el secretario general de la Liga Árabe, Nabil el-Araby, presentó en la ONU una propuesta para que la blasfemia fuera considerada delito porque, según él, ofender los sentimientos de los creyentes supone una amenaza para la paz del mundo. Lo curioso es que la amenza para la paz siempre ha venido de la intolerancia religiosa que profesan los creyentes, precisamente por sus reacciones criminales ante la «ofensa». Y todos sabemos que los fundamentalistas necesitan muy poco para sentirse agraviados.

Hacer sátira o parodia de la religión siempre ha resultado caro: El Tartufo de Molière fue prohibido en 1667 y el arzobispo de París amenazó con la excomunión a cualquier que la viese o la representase.

Quienes defienden la necesidad de una ley contra la blasfemia dicen que con ella se protege los «sentimientos religiosos de los ciudadanos». Como si fueran esos los únicos dignos de proteger: ¿por qué no los sentimientos deportivos o políticos? ¿Por qué no se puede juzgar a David Irving y a todos los negacionistas del holocausto por atentar contra los sentimientos de los supervivientes, sus familias y de todo aquel que se considere ser humano? ¿Por qué gays y lesbianas no pueden denunciar a quienes les insultan en su condición humana, muchos de los cuales pertenecen a ese grupo que quiere que las leyes protejan sus sentimientos religiosos?

Bien es sabido cómo han reaccionado todas las religiones a lo largo de la historia: con el asesinato del blasfemo. Hoy se sustituye la pira por manifestaciones, insultos y bombas, como la que dejó en el camerino de Leo Bassi un católito ofendido por un espectáculo que no había visto.

Al parecer no es aplicable aquello del Padrenuestro de «perdonar a los que nos ofenden».

Imaginen que un buen hombre – no hay nada para dudar de lo contrario- inventa un bebedizo con el que dice que es capaz de curar el cáncer. No aporta pruebas médicas sino simplemente una legión de testimonios de incondicionales que dicen que les ha «curado». Ante el revuelo mediático, los grupos políticos progres piden que se haga la vista gorda y se legalice su venta. ¿Pruebas? ¿Para qué? ¿No escuchamos el grito desgarradador de los pacientes «curados»? Esto sucedía en 2003 con el llamado BioBac, un lisado de bacterias que un veterinario andaluz descubrió en su humilde laboratorio en los años 60. Hoy se vende bajo otro nombre como complemento alimenticio, esa puerta de atrás comercial que usan las «terapias alternativas». Las famosas parafarmacias no son más que tiendas de ultramarinos.

En 2007 el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña echaba abajo la norma sobre terapias alternativas que había impulsado la Generalitat, una sentencia aplaudida por el Colegio Oficial de Médicos de Barcelona. Su fundamento no estaba en que no habían probado su eficacia, sino en que para administrarlas había que ser médico colegiado, o sea, tener un título de médico reconocido por el estado. Esto responde a una pregunta interesante para el consumidor: ¿Cómo saber si podemos fiarnos de una supuesta terapia? Porque la administra un médico titulado, independientemente de que contradiga todo lo que ha estudiado en la facultad de medicina o todo lo que la ciencia médica ha descubierto en los últimos cien años. Es igual a los productos-milagro de venta en farmacias.

Pero la Generalitat no se detuvo ahí sino que años después permitió que los centros sanitarios utilizasen terapias tan coloristas como las flores de Bach, un bebedizo que es una maceración en brandy de diversas flores que se encuentran en Gales. Su inventor fue un médico de Birmingham que en 1930 descubrió, gracias a sus poderes mentales, que había ciertas flores que poseían «energía» y la propia planta le revelaba para qué enfermedad valía. Ni microbios, ni virus, ni gaitas: la enfermedad es un «desequilibrio vibracional» de la «energía» de nuestros cuerpos.

Eso es lo que parecía afirmar la impulsora de semejantes desatinos: la médico Marina Geli, que fuera consejera de Salud de la Generalitat de Cataluña.

Como decía Quevedo, la Universidad enseña, pero no desasna.

Estas son las tres palabras que según Martin Crane, el padre del psiquiatra protagonista de la aclamada serie de ficción Frazier, todo el mundo debería tener en cuenta para que la sociedad funcionara mejor.

A pesar de las chorrimemeces de personajes como Coelho, Bucay o Jodorowsky, que nos aseguran que somos muy buenos para así vender sus libros, basta con fijarse en la vida diaria para descubrir que realmente no nos importa demasiado quien tenemos a nuestro alrededor. Y no solo en casos extremos como el de Kitty Genovese, una joven que fue atacada en su portal durante media hora y a pesar de que 38 vecinos observaron el asesinato ninguno llamó a la policía. Ni siquiera lo que los científicos sociales han demostrado en múltiples experimentos: somos malos samaritanos y solo un 17% está dispuesto a ayudar a un desconocido en una gran ciudad.

Apestamos a falta de empatía incluso en las situaciones más simples y cotidianas: un grupo de personas charlando en medio de la acera que obliga al resto a bajar a la calzada para rodearlas, los padres que dejan que su hijo corretee por la cafetería y se dedique a molestar al resto de los clientes mientras ellos están de palique con algún amigo (y lo mejor es que se ofenden si les llamas la atención sobre su hijo)… O imagine el siguiente caso (real). Usted entra a trabajar en un centro de investigación pero su sueldo no llega a su cuenta hasta dos meses y medio más tarde. Y no solo eso, sino que la nómina está mal hecha pues, a pesar de señalarlo el contrato, no han incluido una serie de complementos. Para que los incluyan usted debe dedicarse durante el mes siguiente a «dar la vara» porque sus compañeros le han aconsejado que si no lo hace, los cobrará cuando las ranas se peinen a raya.  E incluso así, parte de esos complementos no aparecerán porque los de personal le dicen que hay un problema informático con las nuevas altas, que ya existía tiempo antes de que usted entrara a trabajar. Usted, que todos los meses tiene que comer, que debe pagar una hipoteca y la letra del coche, está agobiado anímica y económicamente y a los de personal les trae al pairo. «Así es la burocracia», se consuela.

¿Está seguro que si el interfecto fuera el hijo del responsable del departamento se hubiera quedado dos meses y medio sin cobrar? ¿Cree que si ese fallejo informático afectara a las nóminas de los del departamento responsable llevaría más de medio año sin arreglarse? No. Las cosas se pueden hacer, pero no se quiere. Somos talibanes egoístas antiempáticos.  Apestamos.

Seguramente han oído hablar del ayurveda, la medicina tradicional de India y Sri Lanka. Y allí se hubiera quedado si el movimiento Meditación Transcendental no la hubiera importado a Occidente. Su creador, allá por los años de la psicodelia, fue Maharishi Mahesh Yogi, quien según sus defensores -entre los que se cuenta el director de cine David Lynch- es el auténtico Señor descendido a este planeta; para sus detractores era un farsante en Rolls Royce con úlcera de estómago por su afición desmedida a las golosinas. A mí lo que más me mola de esta secta es que si repites un mantra durante 20 minutos dos veces al día piensas más claramente, mejoras tu memoria, rejuveneces y levitas.

Pero el verdadero sultán del ayurveda es un prolífico autor Nueva Era llamado Deepak Chopra, MD (así todos sabemos que tiene título de médico). Lo cierto es que esta moda tiene su punto. Si vas a un médico ayurveda te toma el pulso, te hace unas preguntas de esas que catalogaríamos de peculiares (al estilo de si come usted pizza con anchoas los jueves por la noche) y es capaz de diagnosticarte cualquier cáncer, diabetes, enfermedades del aparato locomotor, asma e incluso ¡enfermedades incipientes que todavía no se han detectado clínicamente! Y luego nos quejamos de que nuestros médicos no nos hacen radiografías, escáneres, tomografías… Por supuesto las ubicuas hierbas están ahí como remedio, pero no porque contengan compuestos activos para tratar las enfermedades. Según nuestro querido Chopra “toman la inteligencia del universo ajustándola a la inteligencia del organismo”. Ahí es nada. Clorofila con cociente intelectual.

En sus libros Chopra afirma cosas tan peregrinas como que las remisiones espontáneas de cáncer son debidas a un cambio de estado cuántico mediante «un salto a otro nivel de conciencia que prohíbe la existencia del cáncer»; que las alergias son, todas, producto de una mala digestión y que para curar las cataratas basta con seguir esta receta: cepíllate los dientes, enjuágate, escupe y lávate los ojos con la mezcla.

Por supuesto, gracias a que el ayurveda es un conocimiento antiguo basado en lo que él llama la “curación cuántica” se puede revertir el envejecimiento. Eso sí, a Chopra no le debe funcionar porque en las solapas de sus libros todos podemos comprobar cómo se va haciendo cada vez más viejo.

En marzo de este año los aspirantes a maestros de los colegios públicos de la Comunidad de Madrid fueron mofa y escarnio en los medios de comunicación porque un 86% de los que se presentaron a la prueba en noviembre de 2011 fue incapaz de superar la prueba de conocimientos generales que, dicen, correspondía al nivel de un niño de 12 años. Dejando a un lado que ya me gustaría a mí saber cuántos de los que se rieron hubieran sido capaces de aprobarla, lo que me llamó la atención fueron ciertas reacciones. La más llamativa, la de los sindicatos. En ningún momento hizo una crítica al sistema educativo universitario por el cual se permite que se diplomen maestros con tan deplorable nivel cultural. Para ellos era irrelevante que tuvieran tan poco conocimiento de los temas que iban a impartir, sino que afirmaban que ese dato tan penoso había sido revelado como excusa para justificar las nuevas políticas educativas del gobierno autonómico. Ahí queda eso.

Mi madre, una de esas maestras vocacionales que se desvivió por enseñar con paciencia infinita a sus alumnos -y lo compruebo cada vez que se sienta a ayudar con los deberes a su nieto-, estaba horrorizada. No entendía cómo alguien puede enseñar sin dominar lo que debe explicar. Y más horrorizada se quedó cuando le mostré el «excusa» -por llamarla de alguna manera- que puso una compañera de profesión: un maestro no tiene que saber, tiene que saber enseñar.

Este es el dogma sacrosanto que pedagogos y responsables de las políticas educativas llevan inoculando al sistema desde hace varias décadas. Estos preclaros próceres educativos no consideran que enseñar exige no solo tener capacidad para hacerlo, sino también tener interiorizados los conocimientos que se deben transmitir. Esto no significa saberlos como un loro -para eso solo hace falta memoria-, sino comprenderlos. Y, mal que les pese, significa que un maestro debe saber más de lo que va a enseñar.

Un ejemplo del mal que está haciendo esta forma de entender la educación la tenemos en el maestro -de colegio concertado- de mi sobrino de 9 años. Además de decir que un alumno solo puede ganarse un 10 si aporta conocimiento a la clase (¡un niño de 9 años!), los ejercicios solo están bien si se hacen -o se explican- como pone el libro. Normal si eres un maestro que no sabes y solo sabes enseñar…

El problema es que este virus maligno está instalado en todas las actividades de la sociedad: los teóricos del mundo empresarial y másteres MBA y del universo dicen que no es necesario que un ejecutivo entienda cuáles son los procesos de la empresa que va dirigir, como si hacer chorizos fuera lo mismo que hacer coches; en política, que el ministro de turno no necesita conocer los entresijos de lo que va su ministerio. ¿Un ministro de sanidad que no sepa cómo funciona un hospital? ¡Para qué! ¿Que un primer ejecutivo de una empresa de aluminio dirija ahora una de biotecnología? ¡Por supuesto! ¿Que alguien que no sepa nada de bancos se coloque en el consejo de administración de un banco? ¡Qué más da!

Pues sí lo da. Si no, pregunten a Bankia. Avisados estamos.

Uno de las preguntas que siempre surge cuando se juntan científicos y periodistas es la eterna ¿quién debe divulgar?. Sin embargo, para mí es mucho más importante decidir que hacer con cierto matiz al que no se le presta la atención que requiere: popularización frente a divulgación.

Podemos definir popularización como el ejercicio de comunicación científica que tiene por objetivo interesar al ciudadano medio que inicialmente no tiene ningún interés especial por la ciencia. La divulgación, es la dirigida a un ciudadano con interés y conocimientos sobre ese tema en concreto. Por ejemplo, la revista Muy Interesante y el superfamoso Cosmos de Carl Sagan son ejemplo de popularización; Scientific American, American Scientist y los libros El gen egoísta de Richard Dawkins o Los tres primeros minutos del universo de Steven Weinberg, por citar dos clásicos, son divulgación.

En general, los blogs de científicos son ejemplos de divulgación. Pongamos un ejemplo sencillo. Veamos cómo definen lo que es un gen tres entradas en sendos famosos blogs de ciencia. L. A. Moran en Sandwalk lo define como “una secuencia de ADN que es transcrita para producir un producto funcional”.  P. Z. Meier en su Pharyngula lo define como “una región operacional del ADN cromosómico, parte del cual puede ser transcrito en un RNA funcional en el momento y lugar correcto durante el desarrollo. Así, el gen se compone de la regíon transcrita y las regiones reguladoras adyacentes”. Sandra Porter, del blog Discovering Biology in a Digital World, lo define como “una cadena heredable de nucleótidos que puede ser transcrita, creando una molécula con actividad biológica”. ¿A quién están hablando? ¿Al conjunto de la sociedad? Imagínese a su abuela leyendo cualquiera de esas definiciones. ¡Por favor! Si hasta Meier reconoce usar la definición dada en Modern Genetics Analysis… ¡un libro de texto!

Por si no ha quedado claro, déjenme proporcionar los títulos de seis artículos, tres de Muy Interesante y otros tres de American Scientist. Les invito a que adivinen a cuál pertenecen: Canales de la muerte mitocondriales, El cohete que llegó del frío, Más rápido que la luz, Campos magnéticos reconectados, Midiendo los límites de los biocombustibles, La física contra las cuerdas.

Científicos como L. A. Moran o Bora Zivkovic son acérrimos defensores de American Scientist como ejemplo de periodismo científico de éxito. No es cierto. Es divulgación elitista, en absoluto dirigida al común de los mortales. No es por tanto extraño que aquellos que participan de ese elitismo denominen despectivamente a revistas del estilo de Muy Interesante como “el Carrefour de la ciencia”; en realidad es un halago.

Esencialmente -y siempre hay excepciones- la popularización está a cargo de periodistas y divulgadores científicos; la divulgación, en manos de científicos. Libros como The fabric of reality de David Deutsch o The life of the Cosmos de Lee Smolin sólo pudieron ser escritos por quienes lo hicieron pues en ellos explican sus propuestas e interpretaciones sobre un tema en concreto: es la personalísima visión del autor sobre su especialidad. Escribiendo con un estilo divulgativo el científico puede explicar sus teorías a un público mayor que el que compone su pequeño círculo académico. De este modo la idea del “equilibrio puntuado” de Stephen Jay Gould llegó mucho más allá del recinto de la paleontología. Claro que eso a veces no sucede. Sadi Carnot ofreció al mundo sus Reflexiones sobre la fuerza motriz del fuego y sobre las máquinas adecuadas para desarrollar ese fuerza en 1824. Por qué uno de los textos más importantes de la historia de la física tuvo una acogida tan exigua y no levantó la menor repercusión se debió a que Carnot lo publicó en forma de libro de divulgación y sus colegas lo despreciaron considerándolo un texto de ‘segunda’.

El reto de la comunicación de la ciencia se encuentra, por tanto, en la popularización. Interesar al que ya está interesado es fácil, pero hacer lo propio con el que va a un quiosco pensando «a ver qué me compro», o el que está haciendo zapping se detenga para ver tu programa, es harina de otro costal. Y en estos años de recortes de ciencia es algo fundamental. Podemos salir a la calle todos los científicos y comunicadores de la ciencia protestando contra ellos, pero la batalla estará perdida hasta que no consigamos que se nos una el resto de la sociedad, como ha ocurrido en sanidad o educación. Y no me salgan con las encuestas donde se dice que los españoles valoran a la ciencia como algo importante. ¡Pues claro que lo van a decir! La cuestión no es esa, sino que la sientan importante. Una diferencia sutil pero decisiva. Y por eso la popularización debe ser nuestro principal caballo de batalla.

Cuestión aparte es ese mal que se encuentra cómodamente instalado en las facultades de ciencias de la información: es cercano a cero aquellas que imparten una asignatura de periodismo científico, y en los medios de comunicación, salvo honrosas excepciones, no hay periodistas con preparación en ciencia y un nivel de inglés aceptable. Así podemos encontrarnos un periodista cuyo último contacto académico con la ciencia fue en 4º de la ESO, que chapurrea el inglés, escribiendo, casi de oídas, sobre terapias génicas o el PET. O como me sucedió hace unos años: charlando sobre tratamientos contra el cáncer con una periodista con 20 años a sus espaldas cubriendo temas de salud, comenté de pasada lo llamativo que debía ser para el público contarles que se usan metales como el oro, la plata o el platino en los compuestos de quimioterapia, y puse el ejemplo del cisplatino. Entonces soltó un ¡oh! asombrado, añadiendo: “pues yo creía que se llamaba así porque quedaba bonito”.

Se llama Marilyn Rossner y dicen que inspiró el personaje de la médium en la película Poltergeist.

Sus hagiógrafos no cesan de cantar alabanzas de su presciencia que le permitió ver, dicen, el accidente de Los Rodeos en 1977 o la caída del muro de Berlín. Aunque quizá esto último se lo sopló la Virgen, que ya en Fátima dio muestras de saber lo que iba a pasar y con la que Rossner tiene contactos. De hecho en su primer tête-a-tête, celebrado en la antigua Yugoslavia, la madre de Jesús le confió un mensaje a todas luces revelador: al final, habrá paz.

Por supuesto, también tiene enchufe con Jesús: dice que con cuatro años y medio vio cómo se le acercaba al oído derecho y le decía -no sabemos si en arameo, griego o latín- que él era Dios. Y para no deja ninguna zona del planeta sin tocar, también se codea con una larga lista de maestros orientales.

No debe sorprendernos que su ojo de la mente haya sido ciego a los atentados terroristas del 11-M y del 11-S, al tsunami del Índico… Y qué decir de sonoros “aciertos” como estos de 2003: reunificación de las dos Coreas, unión de 5 países de Oriente Medio y que “muchas cosas vendrían de China”. ¿Se refería a lo que encontramos en los Todo a 1 euro?

Rossner suele venir por nuestro país y cada vez que lo hace lanza a los cuatro vientos predicciones que sabe que ninguno de sus fans las recordará al año siguiente. Así, en el lejano 1993 dijo que el hambre en el mundo iba a desaparecer, que habría armonía y paz y que España era el país elegido para esta labor. Pleno al 15.

Rossner tiene un don: es una excelente mercader de esperanza que se dedica a decir a personas desconsoladas que sus muertos se encuentran disfrutando en el más allá: «Si [la gente] acepta que la muerte es sólo un cambio de estado, será mucho más feliz, y eso es lo que nuestros seres queridos intentan transmitirnos antes de retirarse a un lugar de descanso». Para asegurar que sus clientes le hacen caso acojona al personal con declaraciones como ésta: “Tengo muchos ejemplos de gente que no sigue mis consejos y viene años después para decirme que le gustaría haberme hecho caso”. Y todo a 80 euros la media hora.

Para cerrar el círculo, en 2009 la Universidad de Castilla-La Mancha le cedió el paraninfo de Albacete para sus exhibiciones. ¡Gaudeamus igitur!

Lo siento pero no lo entiendo. A lo mejor soy un ingenuo, pero me cuesta aceptar que el Estado haga cosas flagrantemente ilegales. Y no me refiero a manos negras, asesinatos encubiertos y cosas de esas con las que nos regalan las películas de Hollywood, sino a que se comporte de manera delincuente con sus ciudadanos. Claro que siempre queda la atinada frase de un amigo abogado: “si no fuera así, yo no tendría trabajo”.

Me molesta porque no estamos en el oeste. Vivir en estos tiempos más civilizados implica que nuestra seguridad, y no solo la física, se la hemos encomendado al Estado, al cual mantenemos económicamente. Unos cuantos ciudadanos que salen de esta misma sociedad establecen unas leyes, unas normas de convivencia, y todos las aceptamos. Luego esperamos vanamente que ese mismo Estado, que ha promulgado esas leyes, las cumpla. Al parecer eso es pedir demasiado.

La administración pública la componen personas. Y cuando su propio funcionamiento proporciona un manto de impunidad a sus acciones sucede lo de Abu-Ghraib.

Será que me vuelvo viejo -o que me fijo más-, pero cada vez veo más cortijeros en la administración pública, altos funcionarios que se creen que el lugar donde trabajan es suyo y pueden hacer y deshacer a su antojo. Y nadie hace nada.

Esto sucede en un centro de investigación público que aplica la extendida práctica de la administración de contratar ilegalmente; por ejemplo, como autónomos encubiertos. Yo podría entender que la maraña de leyes que rigen la contratación pública y la urgencia de cubrir un puesto no dejara otro camino que cometer tal ilegalidad. Pero lo alucinante aparece cuando los interfectos denuncian su situación y el juez les da la razón. De regreso a su centro de trabajo la dirección, en lugar de pedir disculpas, siente su honor mancillado y ve a los denunciantes como unos traidores y decide dar un ejemplar escarmiento a esos ingratos. Los científicos que han tenido la osadía de reclamar que se les trate dentro de la legalidad son trasladados de sus proyectos de investigación a realizar labores administrativas. ¿Que se va a la porra el proyecto? ¡Qué más da! A ellos nadie les toca los c… “Cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras”.